Ganador VI Certamen Relato Corto "Alcaudete Villa Calatrava"

AMARO FARRA o EL MORO CALATRAVO

No bien acabadas las guerras de Napoleón, en las que, por mi mocedad, no tuve ocasión de participar, estimó mi padre que había llegado el momento de iniciar mi Grand Tour por el Continente. En contra del parecer de mi familia, que prefería una ruta más convencional y civilizada por Francia e Italia, mi tutor y guarda tuvo la peregrina idea de atravesar la Península Ibérica, territorio áspero y atrasado que, no obstante, despertó más mi interés ante la expectativa de exóticas aventuras que, en verdad, se redujeron a la historia que voy a relatar y que, hoy, tantos años después, aún no sé si realmente sucedió o fue tan solo fruto de la fiebre provocada por una noche de excesos juveniles.

Aún recuerdo con viveza aquella primera impresión que, desde el camino de Baena, antes de cruzar el río Cigarrales, me produjo la villa de Alcaudete, un pueblo blanco arremolinado en torno de su vieja fortaleza y arropado por la mole gris de una sierra que asemejaba el guardián mítico de algún relato legendario. Llegamos al anochecer y nos hospedamos en una destartalada posada con trazas de cuartel situada a las afueras. Mientras aguardábamos la cena, una astrosa mujeruca desgranó junto al hogar la vieja historia de un guerrero moro que, según me dejó entender mi aceptable conocimiento del idioma, aún custodiaba en las entrañas del castillo un fabuloso tesoro. Mi tutor se retiró pronto, agotado como estaba por los temibles caminos de España, que lo eran aún más que sus bandoleros, pero aquella noche yo quería divertirme y, una vez que todos se acostaron, me hice con los servicios de un mozo de la casa que, antes de que saliera la luna llena, me condujo con la mayor discreción y diligencia hasta el barrio más alto de la villa, al amparo del ruinoso alcázar.

Entramos en una cueva humildísima, a la vez taberna, casa de juego y burdel, donde no tardaron en desplumarme mientras yo me regalaba el gaznate sin mesura. No me quedaba ya para apostar más que la propia ropa, cuando un grito en el exterior alertó de la llegada de los alguaciles. Se hizo la oscuridad y ya apenas fui consciente de cuanto ocurrió a mi alrededor, voces atropelladas, carreras, caídas; una mano vigorosa me arrastró sin miramientos fuera del alboroto, de forma que, cuando la autoridad irrumpió en el antro, la redada sonó en mis oídos con un eco lejano y desvaído. Luego, todo quedó en silencio. Estaba solo, mas no sabía dónde. Palpé las paredes; se trataba de un estrecho túnel excavado toscamente en la tierra. Una vez recuperé el resuello, me percaté de una ligerísima brisa. La seguí pensando que debía conducirme a alguna salida, hasta que atisbé un rayo de luna que se colaba por una quiebra de la pared. Imposible escapar por allí. Entonces, la vista se me fue tras el haz de luz y, no sin cierto sobresalto, descubrí frente a mí una silueta que parecía humana. Conforme las pupilas se me iban acostumbrando a las sombras, pude apreciar vagamente un casco, largos ropajes hechos jirones y una mano larga y huesuda, como una monstruosa garra, que descansaba sobre un escudo desvencijado con el dibujo de una gran cruz. Debía de tratarse de la momia de un guerrero medieval, un caballero de alguna orden militar cristiana. Vencido por la curiosidad, hice amago de avanzar para cerciorarme de aquella rareza, cuando una voz cavernosa y grotesca retumbó en mi cabeza haciéndome dar un brinco.

―¿Quién osa perturbar mi descanso? ―pero yo, atónito ante semejante fenómeno, no acertaba a articular palabra―. ¡¿Quién?!

Reaccioné y respondí a lo que se me pedía intentando en vano aparentar aplomo en mis palabras.

―¿Y qué quieres? ―continuó con aspereza aquel cadáver redivivo que desafiaba mi cordura.

―Solo quiero salir de aquí ―repuse, aún desconcertado.

―Entonces, marcha en paz por donde has venido ―y guardó silencio, pero yo no me moví.

―Y vos, ¿quién sois? ―me atreví a preguntar con la irresponsabilidad de mis pocos años.

Esta vez fue el monstruo quien tardó en hablar, pero yo aguardé paciente. Al fin, movió la cabeza hacia mí y pude apreciar en el fondo de sus negras cuencas el brillo macilento de unas fantasmales pupilas que irisaron fugazmente al cruzarse con el rayo de luna.

―Soy el comendador Amaro Farra ―repuso con voz firme y orgullosa―, pero antes fui Farra Abencaz el Cabdaquí, hijo de Abencaz y nieto de Sada, de la estirpe de los Cazíes de Arabia la Alta que ganaron para Alá esta tierra feraz e ingrata en los tiempos del Humeya… ―Tras la pretendida arrogancia, una profunda tristeza impregnaba cada palabra.

―¿Y cómo habéis acabado de esta suerte? ―continué, fascinado.

―Si quieres conocer mi historia, te la contaré… Yo nací moro en esta villa mucho tiempo después de que pasara a poder cristiano. Cuando el rey don Fernando la recibió de Alhamar y la cedió al Orden de Calatrava, mi abuelo se mostró sumiso para conservar sus bienes y su posición. Mi padre siguió su ejemplo y casó con mi madre, que era cristiana. Por todo ello, cuando, apenas yo nacido, los mudéjares se rebelaron, mi familia fue perseguida y mi padre, asesinado. Mi madre huyó conmigo a Córdoba al amparo de sus parientes que, habiendo execrado antes su unión con un infiel, le dieron ahora la espalda, por lo que acabó aceptando nuevas nupcias con un mercader judío converso que fue para mí lo más parecido al padre que me había sido arrebatado. Hijo de tres culturas, nunca me sentí enteramente parte de ninguna. Sin embargo, crecí en el afán de volver algún día a Alcaudete, pues moro o cristiano, era, en suma, el solar donde nací.

“Con el tiempo, mi madre alcanzó el perdón de sus familiares y su hermano, Pedro López, que había sido comendador de la villa antes de la revuelta mudéjar, favoreció mi entrada y ascenso en el Orden calatravo y pude, por fin, regresar a Alcaudete cuando el rey don Sancho lo tomó al Benimerín y lo devolvió a los caballeros. Fue la última oportunidad que tuvieron los guerreros de la cruz negra para demostrar que eran capaces de defender esta plaza. Se les concedió bajo la promesa de no volver a perderla y yo fui el nuevo comendador que debía cumplir aquel voto.

Crucé el arco de la puerta principal de la villa con la euforia del hijo pródigo, pero al otro lado solo me aguardaban, otra vez, mis propios demonios. Este no era el mismo lugar que me vio nacer; nadie quedaba ya de ese pasado a la par tan cercano y remoto. Bajo el mismo sol y el mismo cielo que vieran los siglos y mis antepasados, Alcaudete era ahora una tierra extraña de sí misma que regaba sus fértiles campos con la sangre de sus propios hijos, en perpetua pugna a causa de un mismo dios con distintos nombres. Al borde siempre de la zozobra, en la frontera la vida carecía de valor y la muerte se presentía incluso en el aire. Volver a sufrir el vacío de no formar parte más que de la nada fue para mí una derrota más dolorosa que la propia aniquilación física. Pero no por ello dejé de cumplir con mi deber. Hice reparar las fortificaciones, traje nuevos colonos y me enfrenté a los nazaríes cuantas veces fue preciso. No sabría decir si fui el mejor caballero, pero sí fui el más valiente, pues, muerto en vida como me sentía, no me quedaba nada valioso que perder en la batalla.

Por aquel entonces la reina doña María encomendó a Pedro López una embajada secreta a Granada para desbaratar la alianza de los enemigos de su hijo con el emir. Acompañé a mi anciano tío y, aunque no conseguimos nuestro objetivo, aquel viaje significó el fin del dominio calatravo sobre Alcaudete y, por ende, mi propio fin. Mientras negociaba con mi tío, el emir Alfaque urdía hacerse con mi encomienda para abrir con esa preciada llave las puertas de Castilla. Me hizo promesas de honores y riquezas que, en verdad, no me sedujeron, pero en mi pecho germinó la idea de que, después de todo, mi patria no era tanto Alcaudete como el propio Andalucía musulmán, y siendo el emir su último rey moro, ¿quién, si no, había de ser mi señor natural? ¿A quién, si no, debía obediencia? Y accedí. Lo hice. Traicioné todo lo que tenía y todo lo que era a cambio de absolutamente nada.

Ya de vuelta, cierto día llegó la falsa noticia de que las tropas granadinas habían cruzado el río Locubín cerca de la torre de la Harina. Ninguna atalaya envió sus señales, pero mis soldados tenían fe ciega en mí y yo los conduje a una celada en la que no tuvieron ocasión de defenderse. Luego me incorporé al ejército nazarí junto al emir, nos dirigimos a Alcaudete, que había quedado desguarnecido, y le pusimos cerco. Miré aquellas murallas que yo debería estar defendiendo y sentí verdadera conmiseración, pero ya era demasiado tarde para mí. El asalto apenas duró una hora. Cuando, quebradas las defensas y perdida toda esperanza para la villa, los escasos defensores huían hacia el castillo, arrojé mis armas al suelo y me lancé en cabalgada entre los musulmanes que ya entraban a borbotones, esperando que me atravesara el corazón alguna flecha amiga o enemiga, aun sin saber cuál era en ese momento una cosa u otra. Ese último instante en que, por un fugaz y eterno segundo, sentí que el hierro desgarraba la carne de mi pecho fue el único momento de paz de toda mi vida.”

Farra guardó silencio y a fe que lo hizo en buena hora, pues había llegado a hastiarme con tantas tribulaciones existenciales. Por el contrario, otra cuestión más mundana me consumía desde hacía rato.

―Entonces, ¿están aquí las riquezas que os prometió el emir?

―Es posible… ―continuó sin inmutarse―. Quizá, después de todo, sí acepté el tesoro y, al volver de Granada, lo traje conmigo y lo escondí antes de ejecutar mi traición. Quizá en el fragor de la caída de la villa y desconocedores de mi crimen, los cristianos recuperaron mi cuerpo y, para evitar su profanación, lo escondieron aquí en su retirada hacia el castillo. Quizá sí, o quizá no…

―Quizá todo es una invención y me entretenéis por algún motivo… ―inquirí molesto.

―También es posible…

―¡Estáis acabando con mi paciencia! ¡¿Dónde está el tesoro?! ―grité exasperado sin medir cuán osadas eran mis palabras en una situación tan poco ventajosa para mi indefensa persona.

No respondió, pero, emitiendo un sonido gutural e ininteligible, el monstruo movió lenta y quejosamente su desvencijado cuerpo, dejando vislumbrar tras de sí, a la escasa claridad de la luna que se colaba por la grieta de la pared, una pequeña puerta recortada en la negrura más absoluta.

―Me he cansado de tu insolencia ―dijo mordiendo las palabras―. Ahora puedes volver por donde has venido, o puedes cruzar ese umbral y descubrir por ti mismo si existe tal tesoro…

Lo reconozco, me venció la codicia. Tenía miedo, pero avancé hacia aquel agujero y, no sin recelo, asomé la cabeza. La oscuridad allí era aún más absoluta e impenetrable. Un inesperado hálito de frescura me acarició el rostro mientras llegaba a mis oídos el lejano gorgoteo del agua subterránea. Me pareció escuchar tras de mí una voz susurrante que no era la de Farra, pero cuando intenté darme la vuelta sentí en las posaderas una patada de tal calibre que salí disparado hacia adelante, cayendo al vacío no sé cuántas yardas hasta golpearme contra el suelo. Entre tinieblas y desorientado, traté de incorporarme, me escurrí por otra oquedad y volví a magullarme. Avancé a gatas cuanto pude y me dejé caer ya sin fuerzas. Me sentí desfallecer al tiempo que el agua, que corría bajo mi cuerpo, me calaba hasta la médula. Regresaron los susurros, las maldiciones de los tahúres, los gritos de los alguaciles y, en mi delirio, veía desfilar ante mí, en medio de un bullicio extrañamente festivo y luminoso, caballeros calatravos y nazaríes con trajes de gala. Y luego, todo desapareció.

Volví en mí al calor del sol, ya avanzada la mañana. Tenía medio cuerpo dentro de una pileta en la que podía llevar horas o toda la noche. Estaba helado y entumecido, me dolía cada hueso y la cabeza me daba vueltas. Alguien me sacó de allí casi en volandas con más energía de la precisa y, mientras me incorporaban con cierta brusquedad, pude ver en un ribazo inmediato una angosta covacha de la que manaba el pequeño curso de agua que surtía mi inopinada bañera. Desde algún punto no muy distante llegaban lamentos de enfermos y voces de consuelo.

―Suerte que no dieran con él los alguaciles ―escuché decir a un lugareño―, estuvieron apostados en las Torres casi toda la noche. El mozo podía haberse buscado un buen problema…

Alcé la vista y, entre el concurso de parroquianos que me acechaban curiosos y burlones, acerté a distinguir la expresión de profundo disgusto de mi tutor. Mi aventura había terminado.

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El autor:

Salustiano García del Puerto, de Alcaudete.

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